¿Cómo no vas a querer al Sapito?

Compartimos la linda nota que Clarín le dedicó al querido Sergio Bismark Villar, el hombre que más veces vistió la azulgrana. El presente del Sapito a sus 72 años.

El Sapito junto al mural que le pintó el Grupo Artístico de Boedo (@Clarin).

El Sapito junto al mural que le pintó el Grupo Artístico de Boedo (@Clarin).

Anfibio para jugar a la pelota, equilibrista para llevarla junto al cordón, le gustaba marcar sin hacerle foul al rival. Creció hasta 1,65 metros, jugó en el Sportivo Canillitas y en Defensor, pero cuando Peñarol evaluó comprarlo, lo descartaron por petiso, en una época en que los marcadores de punta uruguayos eran rascacielos. Desconocido en la Argentina, fue comprado por San Lorenzo en 1968, cuando no existían los videos promocionales. Casi nadie aquí lo había visto jugar. Apenas Villar cruzó el Río de la Plata (primera vez que un sapito saltaba el río más ancho del mundo), fue llevado directo a Boedo, barrio de murga y carnaval. El Sapo conoció antes el Gasómetro que el Obelisco y, desde entonces, ese estadio de madera y tango de Avenida La Plata fue el centro de su universo.

Tim, un técnico brasileño que armaba el equipo con botones y chapitas sobre una mesa, le dio la oportunidad de probarse en el puesto de marcador lateral derecho. Y la camiseta número 4 se le adhirió al cuerpo. Pegadito a la raya, con astucia y sin patadas, se quedó 13 años en el club y con 601 partidos, entre oficiales y amistosos, se convirtió en el jugador que más veces representó al Ciclón en toda su historia. Fue uno de Los Matadores, el primer campeón invicto del fútbol argentino, integró el equipo bicampeón de 1972 y se coronó por cuarta vez en 1974. Ante sus quites y salidas elegantes, la hinchada coreaba: “Y chupe, chupe, chupe, no deje de chupar, el Sapo es lo más grande del fútbol nacional”. Y tanto fue así que la Selección Argentina analizó pedirle que se nacionalizara, si total, en Uruguay, lo consideraban chiquito. Con la primera plata que ganó, cumplió una promesa: le compró un televisor a su mamá, que vivía en Uruguay, pero había nacido en La Plata. Y de la pensión que habitaba en Balbastro y Centenera, a seis cuadras de la cancha, pasó a un departamento en el Once y pudo comprarse su primer auto, un Fitito verde, parecido a un sapito.

Hoy, a los 72 años, no hay quien no lo conozca en Boedo. Cuando se acoda en la ventana del bar San Lorenzo, los motoqueros clavan sus frenos para pedirle una foto, los chicos sacan sus lápices azules o rojos para pedirle un autógrafo y el mozo no le cobra el café: “Por favor, Sapito, es un honor que vuelvas”.

Y cuando le hablan de regresos, él piensa en aquel templo que lo vio brillar. “Yo al Gasómetro lo veo. Está ahí, mirá”, invita, con la certeza de lo inapelable. Y puede que tenga razón, que el estadio cerrado en 1979 siga allí para los cuervos, como un holograma de nostalgia que se activa ante la mínima evocación. El Sapo Villar guarda en su casa, como se guarda un tesoro, un pedazo de tablón de las tribunas que lo vieron correr por la línea de cal. Se dice que hay miles de hinchas que conservan butacas, lámparas y astillas de lapacho, y que pronto volverán a unirse para reconstruir el Gasómetro.

De ese sueño, Villar es militante: participa de las campañas por la Vuelta a Boedo, se sumó a un acto multitudinario en la Plaza de Mayo para pedir la restitución histórica de los terrenos de Avenida La Plata que le quitaron a San Lorenzo durante la dictadura y fue “actor” en un corto para convocar a los hinchas, en una escena compartida con el “Toscano” Alberto Rendo.

Hoy trabaja en el fútbol recreativo del club, dando consejos a chicos de 6 a 16 años. La mayoría quiere ser como Messi, pero algún día se presentará un aspirante a marcador de punta y ése será el elegido para recibir la receta de la felicidad. Hace unos días, mientras caminaba por la calle Rondeau, el Sapo se topó con un mural de sí mismo y sus recuerdos se atropellaron. La pared, embellecida por el Grupo Artístico de Boedo, lo muestra trotando en colores al lado del Gasómetro, como en una foto en blanco y negro que publicó la revista Goles en 1971. En ese momento, una vecina salió a baldear la vereda y, sorprendida, casi se agarra una tortícolis de mirar el cuadro y el original: “¡Sapito, Sapito, somos sus vecinos, usted vive con nosotros!, ¿se da cuenta?”. Y sí, el Sapo se dio cuenta. Y el silencio se apoderó de su pequeña y estremecida figura.

Y quedó la puerta abierta de la casa de al lado del mural y salió el marido, con una camiseta que reclama el regreso del estadio. Y salió el hijo del matrimonio, que empezó a grabar una escena que ya filmó Woody Allen en la película “La Rosa Púrpura del Cairo”, cuyo protagonista traspasa la pantalla y sale a andar por Nueva York. La puerta abierta, las sillas en la vereda, la vecina que, en bandeja, convida al Sapo un vaso de Seven Up, eso es Boedo, el pequeño reino de la sencillez, la vuelta de Sergio a los charquitos que lo vieron nacer.

Nota realizada por Pablo Calvo - Clarín

Mundo Azulgrana

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